Siempre me han llamado la atención los fragmentos del Evangelio que la liturgia propone para la solemnidad de Cristo Rey. Excepto en el primero de los ciclos dominicales (el A), donde se nos presenta la majestad de su segunda venida, en los otros dos contemplamos a un Jesús maniatado o crucificado. En el ciclo B, que nos disponemos a clausurar este año, veremos a un mesías rendido al poder de un procuradorcillo romano a quien no le hace ninguna gracia que lo hayan sacado de la cama para juzgar algo que no entiende. Jesús se mostrará sumiso, responderá al interrogatorio, y se dejará condenar.
¡Extraño reinado! Lo que normalmente entendemos por “rey” supone poder, triunfo y riquezas. Pero la Iglesia, para anunciar que Cristo es Rey, nos lo presenta juzgado y sometido, fracasado y pobre. Mi Reino no es de este mundo (Jn 18, 36)… Está claro. Y la paradoja culmina en desconcierto cuando reparamos en que ese procuradorcillo romano que a desgana juzgaba a Jesús jamás habría pasado a la Historia de no haber sido por semejante reo. No sólo Pilato: también Julio César, y Felipe II, y Napoleón, y Barak Obama, y Angela Merkel, y Mariano Rajoy, y Juan Carlos I… Todos ellos se han visto o se verán de rodillas ante el misterioso Reo del procuradorcillo romano.
Que el Reino de Cristo no sea de este mundo no significa que Cristo no quiera reinar aquí; tan sólo indica que el modo en que desea hacerlo no es el de los reinos terrenos. El gobernante terreno aspira a ordenar las conductas de los ciudadanos, igual que un guardia de tráfico intenta regular el paso de los vehículos. Él no busca ser amado, sino simplemente obedecido. Por eso necesita el uso de la fuerza: pues no en vano lleva espada (Rom 13, 4). Tendríamos por loco a un gobernante que, subido a su tribuna, pidiera a los ciudadanos que lo amasen. Y, si lo pretendiera, difícilmente lo conseguiría llevando espada. La espada nunca ha despertado amor, sino temor.
Si me amáis, guardaréis mis mandamientos (Jn 14, 15). He ahí lo que diferencia al reinado de Cristo de cualquier reino de este mundo. Sólo Él aspira, primero, a ser amado, y, después, obedecido. Y no quiere obediencia de quien antes no haya conocido su Amor. Por eso se humilla, y se presenta ante nosotros, en la festividad de su reinado, cubierto de oprobio: para no amenazar nuestra libertad, y movernos a entregar voluntariamente el corazón. Es más fácil fracasar cuando se reina así, y a las pruebas me remito: en gran parte de los corazones, Cristo ha fracasado y no ha obtenido el amor que buscaba. Pero incluso a ellos los sigue esperando desde el trono de su Cruz.
Jesús volverá, y, cuando lo haga, será con poder. Ese día toda rodilla se doblará ante Él; unas lo harán enamoradas, y otras temblando de miedo. Pero, hasta que ese día llegue, Jesús sigue humillado y pidiendo amor al hombre. Él es, todavía, desde el trono de la Cruz, el Rey que espera…
José-Fernando Rey Ballesteros