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Prisas, pandemia y santidad. ¡Menudo trío!
La velocidad a la que estamos viviendo es difícilmente compatible con la santidad. Porque la santidad es, ante todo, contemplación que da como fruto una entrega generosa, y el ritmo de vida de Occidente, además de no permitir la contemplación ni el silencio, aboca al hombre, necesariamente, al egoísmo. Pedirle, a quien tiene «tantas cosas que hacer y tan poco tiempo para hacerlas», que piense en los demás es pedir demasiado.
A la vez, en la Iglesia continuamos, desde hace muchos años, empeñados en «sorber» y completamente negados para «soplar». Parece que el único afán que tuviéramos fuera llenar templos y salones parroquiales, aunque sea con personas que desconocen la fe y el Amor de Dios. Pero ninguna de esas personas, capaces de pasar horas entre los muros del lugar sagrado, pierde un solo minuto de su tiempo en acercarse a trabar amistad con quienes no creen y contagiarles el amor de Cristo. El resultado es decepcionante: nos movemos a toda velocidad con el único objetivo de formar «beatos», pero nos hemos olvidado de formar santos, es decir, apóstoles que se adentren en el mundo en busca de la oveja perdida. Nos obsesionamos con llenar templos, y hemos olvidado que debemos poblar la tierra.
Me parece ver claro que el confinamiento que sufrimos en marzo y abril fue una cariñosa «zancadilla» de Dios. Pero también me parece ver claro que nada hemos aprendido. Apenas terminó el confinamiento, nos hemos empeñado en recuperar la velocidad que teníamos antes. Lo peor es que, ahora, seremos nosotros quienes tropecemos, sin necesidad de zancadilla alguna; no parece que esa velocidad favorezca, precisamente, el cese de la pandemia.
La conversión necesaria es profunda. Hubiera requerido que el tiempo de confinamiento se hubiese empleado en reflexionar y contemplar. Pero, en lugar de ello, nos lanzamos a la comunicación digital con ansiedad de adolescentes.
Espero que no tenga que suceder lo mismo siete veces, como en Egipto, para que dejemos escapar a las almas del cautiverio de las prisas en el que las tenemos encerradas. Le pido a Dios que, si hay un segundo confinamiento, no cometamos en él los errores del primero.
No tienen que cambiar las cosas un poco. Tiene que cambiar todo. Es urgente crear un clima propicio para la contemplación y el trabajo sereno, un clima donde puedan florecer santos que formen santos, un clima donde la gracia de Dios pueda fluir como agua tranquila, y no quede estancada en salones mal decorados y peor ventilados en los que los cristianos parecemos gozar reuniéndonos durante horas.
Así se lo pido a Dios. Yo también necesito la ayuda del clima para contemplar. La necesito urgentemente.
El Acusador de nuestros hemanos
En el libro del Apocalipsis, el Demonio es también llamado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba ante Dios día y noche (Ap 12, 10). Con razón. «Satán» significa «fiscal». Y, en el libro de Job, Satanás tiene un puesto en la corte de Dios: precisamente, el del fiscal, el encargado de acusar a los hijos del Altísimo.
El acusador basa su alegato en hechos reales. Recoge cuanto encuentra de reprobable en el acusado, y se lo lanza a la cara a él y al juez. Pero quien sólo escuchase al fiscal recibiría una versión sesgada, y, por lo tanto, falsa, de la realidad. Es preciso escuchar también al abogado si se quiere conocer la verdad completa.
Cuando los medios de comunicación tan solo se refieren a la Iglesia para mostrar los terribles pecados de algunos sacerdotes, y lo hacen de manera insistente y reiterativa, esos medios de comunicación están realizando la labor del fiscal (¿cómo no ver detrás de esas campañas al «Acusador de nuestros hermanos»?). Dicen la verdad, porque los hechos que destacan en sus titulares son ciertos. Pero mienten, porque ofrecen una imagen sesgada de la Iglesia, como si, para mostrar mi casa, alguien se limitara a fotografiar el cubo de basura.
La Iglesia es mucho más que su cubo de basura. En la Iglesia hay miles y miles de hombres y mujeres que dan la vida generosamente por Dios y por sus hermanos. Religiosos y religiosas, sacerdotes y seglares, que, llenos de amor a Dios y al prójimo, entregan cuanto tienen sin esperar nada a cambio. En más de veintitrés años de sacerdocio, jamás he conocido un caso de pederastia o de abusos sexuales por parte de ningún sacerdote de mi entorno. A gran parte de quienes ahora leen estas líneas les sucederá lo mismo. No negamos que haya sucedido lo que está saliendo a la luz; pero debemos gritar que eso, ni es toda la verdad, ni es un fiel reflejo de la Iglesia que conocemos.
Cuando se culpa a la institución del celibato de semejantes crímenes, es preciso responder que quienes los han cometido no han sido, precisamente, personas que viviesen el celibato, sino hombres que han traicionado al celibato. La solución es la contraria: necesitamos sacerdotes que amen el celibato, que lo vivan gozosamente, y que, por eso mismo, sean hombres íntegros, dueños de sus pasiones y entregados a Dios y al prójimo con generosidad.
Bien está pedir perdón por lo que ha sucedido. Pero si toda nuestra respuesta se limita a avergonzarnos y pedir perdón, le acabaremos haciendo el juego al Acusador. Es preciso dar un paso más, y dejar hablar al abogado. Es necesario que hablemos de la Iglesia que conocemos cada uno: la que atiende a nuestros pobres, la que perdona nuestros pecados, la que catequiza a nuestros hijos. Es urgente que se hable, a grandes voces, de los sacerdotes que pasan horas en el confesonario, de los clérigos que viven entregados a sus feligreses, de los religiosos y religiosas que brillan por su pureza y alegría. Si no sale a la luz la belleza de la Iglesia (y esa belleza existe, vaya si existe), estaremos participando, nosotros también, en una mentira.
Junto a ello, el mejor desagravio: una campaña en favor de la santa pureza, un esfuerzo decidido de cada cristiano por borrar, con la limpieza de su castidad, la mancha repugnante con la que los lujuriosos han empañado el brillo de la Iglesia de Cristo.
José-Fernando Rey Ballesteros, pbro.